Estelí, 10 de mayo de 2022
Tamara:
Qué extraño escribirte ahora, querida. Aunque no, realmente. Sigo hablando con vos. Como siempre que hablábamos, hablábamos no de arte, sino de lo que pasaba en la vida. Muchas sorpresas ahí, muchas ilusiones y desilusiones. Mucha felicidad y mucho, mucho dolor. En fin. Te cuento que tengo dos correos tuyos sin abrir. Me rehúso a despedirme. Así, seguimos pendientes.
La última vez que te vi estabas llorando. Quería decirte que no había nada. Que estaba bien. No todo, pero bueno. Quería pasarte un clínex, pero la pantalla no me lo permitía. Quería decirte que no era raro que muchos compañeros siguieran ilusionados y defendiendo a ultranza a los FAROS siniestros de nuestra izquierda. Perder la ilusión no es así por así, estamos claros. A mí también me parecía gracioso el Comandante Eterno Hugo Chávez y, claro, El Caballo estuvo en mi pared hasta bien entrados los 80. Aún siento el humo de su habano. En su lugar, ahora tengo el póster de Luis Manuel Alcántara aferrado al garrote vil por el cuello y con las manos atadas. Me da ilusión ese chico.
Pero hoy te quería hablar de otra cosa. Aunque quizás sea la misma. Otra cara de la misma.
Acá en Estelí, tres veces heroica por las tres veces que la dictadura somocista bombardeó la ciudad en los setenta. Y en toda la tierra de Sandino ahora resulta que la Revolución —sí, con mayúscula— siempre fue una Mierda (también con mayúscula). Pero, espérate un poquito. ¿Tú taba ahí, chico?
La verdad es que no hay tal. La Revolución Popular Sandinista (de 1979 a 1989) fue y será el momento más importante en la historia de Nicaragua. Después de 30 años de lucha cruenta y de más de 50,000 muertos (o sea: 300,000 litros de sangre o 10 piscinas olímpicas de sangre) el pueblo nicaragüense y su entonces vanguardia armada, el FSLN, derrocaron a la estirpe sangrienta de los Somoza. No me gustan los adjetivos, pero acá no sobran: cruenta, sangrienta. Por fin el pueblo nicaragüense dejaba de ser un departamentito del Departamento de Estado de Estados Unidos. Los omnipresentes yankis de nuestra historia y la tuya. Ya no más Yes, Sir, Yes, Sir, Yes, Sir, hasta el infinito…
Pero estate clara, Tamara. Algunos siempre añorarán decir Yes, Sir. Ni modo. Hablar inglés, aunque solo sean dos palabras, los hace sentirse cool.
La Revolución fue muchas cosas: el fin del miedo y de la angustia, la campaña de alfabetización; los talleres populares de poesía (incluyendo los de la Policía y el Ejército), la dirección colectiva (para evitar aquello del mesianismo y el culto al espejo); la reforma agraria, la expropiación de tierras somocistas (más de la mitad del país); el divorcio unilateral; las cooperativas; las organizaciones populares ,que al fin se sentían oídas y a las que se les daba resolución a sus demandas.
Autodeterminación: me gusta esa palabra. Lamentablemente también significó la defensa de la Revolución, pues a solo días del triunfo, los de la Casa Blanca y el Departamento de Estado iniciaron su mal llamada «guerra de baja intensidad» contra Nicaragua. También estaban los abusos y miserias de los hombres y mujeres que hicieron, e hicimos, la Revolución. No hay tal hombre nuevo, por el momento.
Pero eso ya lo sabes. Quizás lo que no te conté antes fue lo personal. Para mí, que siempre me vanaglorie de mi individualidad, de mi diferencia, de mi unicidad, la Revolución me hizo ser parte de la colectividad; parte de algo más grande y mejor. Me sentía multitudes (que poético, ¿no?). Había este diálogo constante y crítico entre el pueblo y el pueblo, y entre el pueblo y su gobierno. Y ese sentimiento fue maravilloso, y al fin pude creer y crecer un poquito. Al fin ser nicaragüense no era una vergüenza.
¿Y qué fue lo que pasó?
No te sofoques, Tamara. Ya te voy a decir lo que pienso que pasó. Antes te cuento algunas cosas de mi Revolución. En 1984, cuando se intensificó la agresión yanki a Nicaragua, Manuel El Indio García, pintor primitivista (autónomo) pintó su versión del Infierno. En ese Infierno pintó, entre otras criaturas, al comandante de la Revolución, Bayardo Arce. Ahora probablemente los hubiera pintado a más o menos todos. En todo caso, el Indio García no fue a parar a ninguna ergástula ni le arrancaron las uñas ni lo exiliaron ni lo violaron con un AK47. No le pasó nada a su familia. No lo desaparecieron. O sea, lo que le pasó al Indio García fue que se hizo más famoso de lo que ya era. Joder.
Para la misma época, la organización de ciegos revolucionarios pidió armas para defender la Revolución. Mejor no veo, dije yo, pero que simpáticos y ciegos, los ciegos revolucionarios. Todos queríamos defender la Revolución. Donde fuera y como fuera, lo que no implica que no me pasara capeándome del servicio militar los diez años de la Revolución. No quería que me mataran y no quería matar a nadie. Ni a los contras ni a sus asesores yankis ni a nadie. En 1985, fui «emulado», vaya palabreja, por mi trabajo en los Talleres Populares de Cultura. Mi reconocimiento fueron las obras completas (como 100 volúmenes en pasta dura, que, me imagino, no hallarían dónde meter) del Gran Líder Camarada y Sol Naciente Kim Il Sung. Te cuento también que la vigilancia revolucionaria en Cultura era la más divertida de todas: nada de viceministros golpeándote en la cabeza. No, aquello era más bien un happening de los sesenta. Los únicos petardos que nos disparamos eran de maracafufa. Y eso que por la lucha en la frontera norte, las mejores cepas de cannabis se estropearon para siempre.
Está haciendo frio en Estelí ahora, Tamara. “Mucho más allá de mi ventana”, Elena, quien te manda saludos y mil besos como siempre, está sonando por milésima vez “Como esperando abril”. Yo prefiero Porno para Ricardo, como sabes. Acá, el coma sigue comiendo.
Pero basta de mi revolución, Tamara. Aunque no, mejor no. Te cuento una cosita más. En Julio del 79, pocos días antes del triunfo revolucionario, Carlos Amaya, que era mi mejor amigo, disparó un RP-G7 contra el comando de la guardia somocista en la ciudad de León. Siempre tuvo puntería, el Carlos. Siempre. Y esa vez fue igual. El cuartel de los esbirros quedó hecho añicos. Carlos, en un gesto homérico, se levantó de la barricada donde estaba y gritó: Patria Libre o Morir. Es decir, quiso gritar Patria Libre o Morir. Pero lo único que pudo gritar fue Patria Libre o…, pues uno de los guardias del cuartel seguía vivo y, con una 50 lo partió en dos. Dos Carlos. Ni uno de ellos vivo. Sacrificio del Cordero. Amén.
¿Murió en vano Carlos Amaya? ¿Fue otro tonto inútil? ¿Otro joven iluso que agarró la vara? ¿Otro pendejo que luchó para que los que olvidaron el plan histórico se volvieran millonarios teñidos de rojo y rodeados de sicofantes con solo la retórica de izquierda como huella de lo que un día fue?
Muchos piensan que sí fue en vano. Que se hubiera graduado. Después de todo, era el mejor de la facultad. Que tenía un gran futuro. Pero, yo, Tamara, pienso que no. Un NO bien grandote. Pienso, y sé, que murió por ese «Gran Futuro» para los 6 millones de nicaragüenses. Vendrá.
Pero se hace tarde, Tamara. Elena al fin dejó en paz a Silvio. Es cierto que hizo una canción para Nicaragua, pero, por favor. A mí me llega más la de Viglietti. El sombrero en alto de Sandino. ¿Me sentís? Para terminar de escribirte esta carta voy a ir al tornamesa y voy a poner el acetato de Coltrane de A Love Supreme que tanto te gustaba. La intensidad desatada lo llena todo. Es como las revoluciones. Ya.
Ahora sí te contesto que pasó y por qué. Es decir, te receto mi narrativa, como se dice ahora. Si no te gusta, hay muchas más. Del hombre nuevo al hambre nueva. ¿Cómo? ¿Por qué? Para 1987, los yankis y su comandante en jefe Ronald Reagan («I’m a Contra too») tenían ahorcada económica y militarmente a la Revolución. No nos daban una sola posibilidad: Minado de puertos, guerra de la Contra en ambas fronteras, 70% del presupuesto dedicado a la defensa, servicio militar obligatorio, madres viendo morir a sus hijos, viudas, huérfanos, colas para todo: el pan, el azúcar, los frijoles, el arroz, los benditos cigarros. ¿Te suena familiar? Hicieron lo de siempre: aplastar con saña lo que no les gustaba, porque en “su” traspatio empezaba a funcionar algo distinto a la propaganda del American fucking way of life. Algo de los nicaragüenses. Algo nuestro. Había que asfixiar la Revolución y lo hicieron con gusto.
Los 17 años de gobiernos neoliberales que siguieron mejor ni te los menciono. Qué asco. Ni la bendición que vino a darles el santo Papa los salvará.
La metamorfosis sufrida por la vanguardia a partir de la perdida de la Revolución en las urnas no tiene nada que envidiarle a Ovidio. Quizás el envidioso sería Ovidio, realmente. Una transformación tan radical hubiese impresionado al poeta romano. De libertadores a opresores. De «guardianes de la alegría del pueblo», a causantes del dolor del pueblo. De hombres y mujeres del pueblo, a empresarios y banqueros. De la dirección colectiva, al Comandante Zekeda. De ofrecer la sangre propia en sacrifico, a sacrificar la sangre del pueblo. La rabia, ¡coño! Paciencia, paciencia.
En fin, Tamara, todos saben lo que pasó. Hasta los de la otra narrativa. Hasta la izquierda latinoamericana que quiere seguir creyendo en los Mesías de la Tribu. O sea: The dream is over, what can I say, como dice John Lennon, bronceado y sin sus gafas, desde una banca en La Habana.
Perdón por no usar lenguaje inclusivo. Quizás la próxima.
Prometo contarte de los giros, y acerca de la hiedra y el musguito.
Saludos tres veces a Elegguá.
Te quiero siempre, pero eso también ya lo sabes.
Ignacio Nacho Montenegro