Tamara, nuestra casa, nuestro jardín

A propósito de la muerte de nuestra querida amiga historiadora, curadora e investigador Tamara Díaz Bringas (1973 – 2022), compartimos el texto de Ana Longoni que recoge parte de sus recorridos, tramas y complicidades que atravesaron fronteras y la conmovedora y valiente carta leída en el marco de la inauguración de la exposición Giro Gráfico por Ignacio Nacho Montenegro.

Tantos pequeños rituales que nos inventamos

por Ana Longoni (publicado en Revista Anfibia)

Tamara Diaz Bringas (1973-2022) fue una historiadora del arte cubana que vivió y trabajó diez años en Costa Rica y los últimos trece años en España. Investigadora, curadora, escritora, impulsora de múltiples proyectos y espacios, fue también integrante de la Red Conceptualismos del Sur y coordinadora de Actividades Públicas del Museo Reina Sofía, curadora y coordinadora editorial en TEOR/ética, responsable de la X Bienal Centroamericana de Arte y de la 31 Bienal de Pontevedra. Pero antes o además de todo lo mucho que hizo, Tamara fue una queridísima amiga de muchísima gente, constructora de redes afectivas abigarradas y enredadas, dispersas desde su mar Caribe hasta Galicia y más allá. En todos los sitios por los que anduvo dejó trazas delicadas y entrañables, finas pero fuertes raíces como las que sostienen secretamente un manglar.

En los pocos y difíciles días que llevamos sin ella (o con ella en otros planos, de otras formas), ¿cómo rozarla a través de la escritura, cómo encontrar las palabras que nos sacudan el silencio, que den alguna forma al dolor que nos habita, pero sobre todo que hablen de ella viva, que alcancen a manifestar para quienes no la conocieron algo de su valentía y su dulzura, su capacidad de cambiar concretamente y de maneras inexorables el mundo alrededor? ¿Cómo dar a conocer la fortuna de haber compartido estos años con ella, incluso este último año difícil de enfermedad: su preciosa lección de defender la vida, y también de despedirse de ella?

1.

Fue hace una semana. El jueves miré el teléfono al despertar y allí estaba la mala nueva. Quedé muda, entre espasmos de llanto y absurdas fugas al hacer-hacer. El tiempo del duelo es cíclico y circular, como nos enseña la viejita wichi sentada al pie de un añoso jacarandá en la película “El etnógrafo”, cuando responde a la pregunta sobre cuándo murió su marido señalando con los ojos hacia la copa del árbol: “cuando el árbol estaba florecido”. Así, cada vez que el árbol florezca, cada vez que sea jueves a la mañana y abra los ojos…

Abro los ojos y también la ventana (te he mandado, Tam, tantas fotos de esa primera luz de la mañana entrando a la habitación que ocupo hace unos meses), y en el techo de la casa de enfrente, posados en una vieja antena de televisor, dos pájaros: una paloma torcaza y otro más pequeño -quizá un pichón que ya aprendió a volar- achuchado por la lluvia que ha caído fuerte esta madrugada. El pequeño se queda allí parado un largo rato, juntando fuerzas para el vuelo.

Hoy es otro día. Abro los ojos y la ventana, busco al pájaro. Está nublado, el cielo gris, la antena vacía. Miro el vacío un ratito, sin decidirme a salir de la cama. De golpe, aparece. El pájaro se ve más entero que ayer, se emprolija las plumas o quizá se despioja, no deja de mover la cabecita hacia su propio cuerpo. Como una caricia.

Eso que parece intrascendente o diminuto, cuestión menor, eso es lo que Tamara trataba como un enigma y aprendía a develar.

2.

Prestar atención a lo pequeño: aproximarnos hasta rozar las texturas íntimas, los poros de las cosas, sus nervaduras y sus fluidos. Así se movía Tam con todo. Atenta como lince, sensible como anémona, nada de lo que acontecía alrededor le pasaba inadvertido. Una percepción amplificada y amorosa, un pensar con el cuerpo a toda hora.

Lo define ella misma, ante la pregunta de Miguel López acerca de por qué el título escogido para la antología de sus textos, Crítica próxima. Su respuesta condensa un programa vital e intelectual:

“Ante aquella ficción de la ‘distancia crítica’ prefiero situar mi práctica desde la proximidad. La idea de estar implicada, de ser parte de los procesos con los que trabajo, de producir crítica, escritura o conocimiento con otros, junto a otros, más que sobre ellos. Frente a los supuestos de una crítica neutra, objetiva y de un sujeto desencarnado, que todo lo ve, el feminismo defiende una perspectiva parcial, un pensamiento encarnado, situado, implicado en un contexto concreto desde el que se investiga o se escribe. Propongo entonces ‘crítica próxima’ en consonancia con una epistemología feminista, y en ese sentido la proximidad sería también la del cuerpo,  entender que el pensamiento pasa por el cuerpo. Por otra parte, ‘crítica próxima’ podría remitir a lo que viene, a un inmediato porvenir, y me gusta pensar la práctica crítica y curatorial como interpretación e intervención en el presente, y también como modo de imaginar otros futuros”.[1]

Fue ese mismo párrafo el que elegí leer al comenzar la primera reunión de coordinación del departamento de Actividades Públicas del Museo Reina Sofía a la que ella no pudo asistir cuando se declaró la enfermedad, hace justamente un año. Tam había instituido esas reuniones, en la que logró poco a poco, con su modo artesanal (tejer urdimbre, amasar barro), que ocurriesen dinámicas transversales de trabajo, se materializaran complicidades y sinergias entre personas y equipos que antes apenas sabían l+s un+s de l+s otr+s, quebrando esa lógica de parcelas herméticamente ensimismadas que tiende a predominar en el museo.

Ella iniciaba cada una de esas reuniones compartiéndonos un trozo de película de Alejandra Riera, o un dibujo en lápiz de la hondureña Xenia Mejía, o un diagrama de Fran Cabeza de Vaca,  o algún texto o canción dedicadamente escogidos, y ante el que nunca explicitaba ninguna razón o justificativo. No estaban allí en función de explicar o ilustrar nada. Ese desacomodamiento o incomodidad, ese dejarnos perplej+s o desorientad+s, en silencio ante la aparición de un hallazgo que no es la pieza que falta en el puzzle sino una pieza nueva hecha de un material desconocido, que no encaja en ninguna parte y abre una brecha, otro orden de posibilidades.

Así Tam nos sacudía con delicadeza la burocracia de encima y nos hacía recordar sin decirlo que estábamos allí, trabajando en ese museo, por la capacidad de conmoción y de estremecimiento que el arte puede llegar a hacernos sentir.

“¡Buen día!”.  Un potlatch como lluvia fresca e inesperada, en medio de una compleja, multitudinaria y abrumadora jornada de trabajo, esa era Tamara. Llegar al museo cada mañana y encontrarla ya allí trabajando, concentrada, su figura delgada envuelta en sus vestidos, sus pañoletas y sus zapatitos coloridos, y ante todo esa sonrisa luminosa que se desataba desde los ojos y le sacudía el cuerpo entero. 

La inteligencia sensible y discreta con la que veía las cosas, aunque se mostraran arremolinadas, confusas y ásperas, y su capacidad de buscar el lugar desde el que pudieran desplegarse de otro modo, más amable y considerado. Más dulce y vital. Capaz de entender, sin tomar distancia, la trama de las cosas, la gente y sus latidos.  

3.

Conocí a Tam en el PEI[2]  en 2008, como parte del potente grupo en que estaban entre otr+s Nancy Garín, Aimar Arriola, Linda Valdez, Miguel López, Fernanda Nogueira y Sol Henaro. Fue justamente la querida Sol la que unos años después la impulsó a entrar a la Red Conceptualismos del Sur, cuando ella estaba encarando el proyecto de dar forma al gigante archivo de Rolando Castrillón, en Costa Rica. Fue a partir de entonces que empezamos a colaborar estrechamente, viviendo ella en Madrid y yo en Buenos Aires, a tejer complicidades e idear tácticas para paliar la precariedad y el riesgo en el que sobreviven los archivos de artistas en América Latina.  

Hablábamos, muy a menudo, sobre Cuba. A Tam le dolía la isla, la situación desesperada de la gente, el autoritarismo del poder y también la negativa (¿o negación?) de la izquierda latinoamericana a pensar el dilema y tomar posición. Sol rememoraba hace poco el gesto calmo y desafiante de Tamara al tomar la palabra desde el público -cuando inauguramos la exposición colectiva “Perder la forma humana”  en 2012 en el Reina Sofía, sobre cruces entre arte y política en los años ochenta en América Latina- para interrogarnos sobre qué hacer con Cuba, tan a contramano de los lugares comunes más instalados en la militancia y la intelectualidad bienpensante.  

La hemos escuchado contar la experiencia de haber nacido y crecido en Matanzas en los setenta y ochenta y sus historias de joven pionera enviada a la cosecha. Estudió historia del arte en La Habana en medio de la feroz crisis de los años noventa,  en tiempos de tan extrema escasez que recordaba haber comido pizza que en lugar de queso tenía encima preservativos derretidos… Nunca, nunca se victimizaba, adoraba su isla, su mar, su gente: lo echaba muchísimo en falta. Pero no cejaba en llamar la atención con tanta firmeza como delicadeza sobre la falacia del discurso revolucionario sostenido a costa de tantas privaciones y persecución. Como tant+s cuban+s, al migrar devino en sostén económico de su familia, siempre atenta a las formas inciertas de hacerles llegar, comida, medicinas o lo que necesitaran. Jamás la escuché quejarse, nada más ajeno a ella que el lamento, siempre sonriente y generosamente dada al resto. No perdonaba, eso sí, que el Estado cubano le hubiera impedido acompañar a su padre en la agonía, como sorda represalia por haber migrado.

Fue gracias a su invitación que viajé en 2016 a El Salvador, cuando ella estaba curando la X Bienal Centroamericana y me propuso el desafío de colaborar en un ejercicio de activación del trabajo que algunos jóvenes artistas salvadoreños (The Fire Theory y Fredy Póker Solano) estaban haciendo en los maravillosos archivos del MUPI (Museo de la Palabra y la Imagen).

A veces lográbamos interrumpir un rato la interminable jornada laboral y nos escapábamos  a almorzar junto a Lidia Blanco a un pequeño restaurant italiano en la calle Argumosa, su preferido. Pero la mayoría de los mediodías llevaba su tapper al jardín del museo o al despacho de sus querid+s amig+s de Exposiciones Temporales, adonde había sido becaria unos años antes.

4.

En 2018, al cumplirse diez años de la fundación de la Red Conceptualismos de Sur, organizamos una reunión plenaria en Buenos Aires que sesionó fundamentalmente en casa de Mabel Tapia, en Parque Chacabuco. Fue en esa terraza que Tam nos puso al tanto de la gravísima represión que se estaba viviendo en Nicaragua, cuando la represión del gobierno de Daniel Ortega ocasionó en esos días la muerte de trescientos jóvenes en las calles. Y nos convocó a solidarizarnos con los manifestantes replicando la acción de los “picos rojos”.

Munida apenas de un lapiz labial rojo, Tam se pintó y nos pintó, nos pintamos las bocas, y con ella nos reímos y nos enredamos en ese pequeño acto desafiante y a la vez festivo. Porque para ella la acción política podía ser también desacato alegre, un baile desobediente, un guiño. 

A inicios del confinamiento, en medio de tanta incertidumbre y aislamiento, Tam nos propuso juntarnos a compartir lecturas, experiencias, sensaciones, silencios. De allí nació el grupo Respirar, una de las experiencias colectivas más radicales que me ha tocado vivir trabajando en el museo. Nos reunimos durante meses una vez por semana personas de distintos departamentos para leer o escuchar o simplemente estar con otr+s, derivando por donde nos llevara el deseo, quebrando cualquier lógica productivista, cuidándonos y respirando junt+s cuando todo se cerraba alrededor.

Más tarde viajamos -cuando las condiciones lo permitieron y gracias a la propuesta de Isabel de Naverán- a la residencia Azala, en el País Vasco, abocándonos a leer colectivamente (un acto performático, entre serio y errático, concentrado y jocoso) La vida de las plantas, de Emanuele Coccia. Fue allí, entre nieve y meditaciones en movimiento, que Tam nos propuso bailar un #Guaguancuir, una acción de solidaridad con el Movimiento San Isidro y el 27N en Cuba. ¿Cómo contraponernos a la violencia de Estado estando tan lejos? Partimos de eso, de un gesto. Nos pusimos pelucas y plumas. Y emulamos torpemente una coreografía callejera en apoyo al artista Luis Manuel Otero Alcántara, para llevar a nuestros cuerpos y desde ellos un acto vital contra el miedo y la violencia. “Porque si no puedo bailar, no quiero ser parte de tu revolú”. Ese día era su cumpleaños. Más tarde Tam nos dijo que le habíamos regalado la mejor canción.

5.

Cambiar algo alrededor. De eso se trata su lección política o mejor vital, lejos de cualquier ampulosidad o retórica vacía. Como en el Jardín de las Mixturas, un sitio donde Tam vibra bonito. Desde hace más de cuatro años, las jardineras (Alejandra Riera, un grupo de trabajadores del museo y vari+s otr+s “extern+s” que se han ido sumando) revolucionamos el jardín del viejo edificio Sabatini. Dos parterres, uno de sol y el otro de sombra, se liberaron de la convención del resto del jardín. No más riego automático, ni rejas alrededor, ni césped prolijamente cortado. Empezaron a aflorar otras plantas (las fresas salvajes, antes que nada), se cobijaron especies nativas y medicinales. Un contraste abismal en el que empezaron a dejarse ver formas de vida no humana  (plantas y hongos, pájaros y murciélagos, insectos, orugas).

Un banco enfrentado a otro en el parterre de sol: una medida tan sencilla como cambiar la disposición de los asientos para permitir que la gente se reúna allí a comer, a conversar, a tomar solcito. Ese pequeño movimiento ya generó que se altere completamente el uso del jardín. Dar cabida a una comunidad.

Cada martes nos juntamos a trabajar en el jardín, a veces much+s, a veces poquit+s, Tamara siempre. Y en verano, tres veces por semana, a regarlo a mano. Lo que al principio fue leído como una zona abandonada o descuidada o dejada a su suerte, hoy se vislumbra como otro jardín posible.

Revolucionar el museo en una escala invisible. Microscópica y honda. Dejar sentadas las posibilidades de que allí ocurra algo, lentamente, con su propio ritmo y contingencias. Sin imposiciones ni reglas ni plazos.

Una querida amiga me consuela en estos días con la imagen de una hoja seca que se desprende del árbol, cae y se integra a la tierra, la vuelve fértil. “Hay que aprender a dejar ir”, me dice.  Las metáforas vegetales: ser humus, diseminarse en semillas, volverse un jardín. En un sentido material y concreto,

Tam ya devino jardín, hace tiempo.

6.

Lo último que hice antes de irme del museo fue regar sus plantitas. Su despacho estaba al lado del mío, y mientras en el mío no lograba sobrevivir ninguna planta (¿por falta de luz? ¿por exceso de tensión?), ella había logrado un vergel en el que se enredaban potus, cactus, suculentas y otras especies  que  cubrían el piso y avanzaban por la pared de vidrio.

Cuando se enfermó y tuvo que dejar el museo en marzo del año pasado, me encargó que las cuidara. En los cuatro meses que pasaron hasta que yo me fui del museo, cada vez que me acercaba con la botella de agua a regarlas y saludarlas, encontraba signos de otras presencias cuidadoras de esas plantas. La tierra húmeda, las enredaderas encaminadas. Alguien más, seguramente Dani, o quizá Sara, o Yuji, tal vez Maite, Isaac, Hilda o Antonio, cuidaban de ese jardín mientras Tamara no estaba. 

Me fui tranquila.

7.

El proceso de la enfermedad duró un largo año. Tam lo vivió con una valentía y una entereza sobrecogedoras. Claro que tuvo miedo, miedo por ella, miedo también por el futuro de su familia. Pero ante un diagnóstico lapidario, exploró alternativas para sentirse mejor, acudió a otros saberes que pudieran ayudarla, se dejó querer: un platanito con arroz y frijoles preparado por su mamá Blanca, los zumos con que empezaba el día gracias a las alquimias de su sobrina Aurora y al envío semanal del cajón de frutas y verduras de  sus amigas cubanas, las risas con las que recibió a su esperada hermana Miry vestida de astronauta por el protocolo covid, el reiki que canalizaban Marta y Ana para ayudarla a respirar y a descansar, los ramos de flores silvestres de la secta tamarista, la puesta de sol desde su balconcito madrileño, allí mismo donde sus amig+s se acercaron a cantarle las mañanitas en su último cumpleaños, los chorritos de agua de la piscina cercana a su casa masajeando su espalda, una escapadita con Orestes a ver el mar o con Bea y Fer a pasar el día en las sierras… Y tantos pequeños instantes de felicidad. Tantas velitas prendidas. Tantos pequeños rituales que nos inventamos.

Quizá la mayor lección, la que no deja de asombrarme, es cómo  Tamara cuidó hasta el último instante, atenta y amorosa, el estado de ánimo de su familia, la biológica y la afectiva, esa red hermosa diseminada por muchas partes. Hasta nos ideaba modos de acompañarla a quienes estamos lejos. Cuando no podía leer, nos pedía que le compartiéramos nuestras lecturas por audio. Esperaba las horas de la mañana, en que se sentía más fuerte, para mandar mensajitos con su mejor voz. Se despidió amorosamente de cada un+ de nosotr+s, un+ a un+, cuando apenas le salían las palabras, sin dejarnos de sonreir y alentar.

Es alucinante, pero en este duro año -entre ingresos al hospital, quimioterapia, máquina de oxígeno y tantas complicaciones- no dejó de acompañar concienzudamente los proyectos que ya había iniciado. Los martes que pudo fue al Jardín de las Mixturas.  También estuvo presente en “El hacer de las formas”, el ciclo que armó -junto a Jon Ander Tomas- en el museo insistiendo en dar escucha a los modos de pensar y producir de l+s artistas, en el taller de nudos y tejidos de Eva Lootz, en la deriva colectiva por los caminos subterráneos del agua del centro de la ciudad de Madrid junto a Carme Nogueira.

Incluso Tam inauguró en noviembre pasado la exposición “El pasado delante” en Casamérica. Leyó allí, con su aparato de oxígeno y su vocecita poblada de entereza y dulzura, el poema de la escritora maya K’iché Rosa Chávez que empieza diciendo: “Dame permiso espíritu del camino/regálame permiso/ para caminar/ por este sendero de cemento/ que abrieron en tu ombligo”.

El primer día de este año, nos compartió un breve video en el que proponía un 2022 de transformaciones amables. Ya ingresada estos últimos días al hospital, y muy consciente de la despedida, fue capaz de montar una preciosa exposición en la habitación con los dibujos, fotos, mensajitos y flores que le hacíamos llegar. Una tarde, cuando Sally Gutierrez entró a visitarla, y luego de bromear con que le había tocado una habitación en el pabellón Sur, le pidió que abriera las persianas para ver jugar las sombras que los árboles de afuera y las flores de adentro proyectaban sobre las paredes. Registraron para quienes no estuvimos allí una preciosa película en los minutos que duró el turno de la visita.

Volver mágico y bello el momento más difícil.

Unos días antes de la última internación me mandó un mensaje con un hilito de voz para contarme que no estaba bien, que ya no podía caminar. Lo escuché en medio de un bosque de pinos al lado del mar en Pehuencó, le mandé una foto de la copa del árbol y un fragmento del cielo, y le conté que ese día mi hijo, su novia y yo, en pleno viaje a la Patagonia, habíamos enfermado de Covid. Nada, nada grave.  Enseguida respondió para consolarme y contenerme ella a mí. Ay.

8.

He estado leyendo estas semanas “A la salud de los muertos” de Vinciane Despret. Entre otras indagaciones sobre los lazos que unen a viv+s y muert+s, los modos en que l+s muert+s se comunican, se hacen presentes y nos hacen hacer cosas, presta especial atención al territorio de lo onírico.

El domingo siguiente a su muerte, convocamos a un círculo de la palabra y el silencio para abrazarnos a la distancia entre la gente de la Red Conceptualismos del Sur. Fernanda Nogueira contó el sueño que tuvo la noche anterior al encuentro: Tamara la llevaba a un sitio lleno de personas desconocidas para ella y entre sí, pero cuyo lazo en común era Tam.  Eso le producía mucha confianza. Tam l+s proponía bailar en grupos, enseñándoles algún paso o movimiento… Ponernos a bailar, hacernos encontrar, trazar vínculos y entrecruzamientos: volvernos un manglar.  

Yo misma soñé, la madrugada en que ella murió, en blanco y negro, como si fuese una película vieja. Veía venir a una querida amiga, Claudia, que murió en 1995 de sida, caminando sin decir palabra hacia mí. Hace tiempo que no se me aparecía en sueños. No me intranquilizó su presencia, al contrario. Elegí entenderlo como una señal de que Tam no estaría sola.

Vuela-vuela.

[1] Tamara Diaz Bringas, Crítica próxima, Teorética, San José de Costa Rica, 2016, p. 169

[2] Programa de Estudios Independientes del MACBA, Barcelona.


Estelí, 10 de mayo de 2022

Tamara:

Qué extraño escribirte ahora, querida. Aunque no, realmente. Sigo hablando con vos. Como siempre que hablábamos, hablábamos no de arte, sino de lo que pasaba en la vida. Muchas sorpresas ahí, muchas ilusiones y desilusiones. Mucha felicidad y mucho, mucho dolor. En fin. Te cuento que tengo dos correos tuyos sin abrir. Me rehúso a despedirme. Así, seguimos pendientes.

La última vez que te vi estabas llorando. Quería decirte que no había nada. Que estaba bien. No todo, pero bueno. Quería pasarte un clínex, pero la pantalla no me lo permitía. Quería decirte que no era raro que muchos compañeros siguieran ilusionados y defendiendo a ultranza a los FAROS siniestros de nuestra izquierda. Perder la ilusión no es así por así, estamos claros. A mí también me parecía gracioso el Comandante Eterno Hugo Chávez y, claro, El Caballo estuvo en mi pared hasta bien entrados los 80. Aún siento el humo de su habano. En su lugar, ahora tengo el póster de Luis Manuel Alcántara aferrado al garrote vil por el cuello y con las manos atadas. Me da ilusión ese chico.

Pero hoy te quería hablar de otra cosa. Aunque quizás sea la misma. Otra cara de la misma.

Acá en Estelí, tres veces heroica por las tres veces que la dictadura somocista bombardeó la ciudad en los setenta. Y en toda la tierra de Sandino ahora resulta que la Revolución —sí, con mayúscula— siempre fue una Mierda (también con mayúscula). Pero, espérate un poquito. ¿Tú taba ahí, chico?

La verdad es que no hay tal. La Revolución Popular Sandinista (de 1979 a 1989) fue y será el momento más importante en la historia de Nicaragua. Después de 30 años de lucha cruenta y de más de 50,000 muertos (o sea: 300,000 litros de sangre o 10 piscinas olímpicas de sangre) el pueblo nicaragüense y su entonces vanguardia armada, el FSLN, derrocaron a la estirpe sangrienta de los Somoza. No me gustan los adjetivos, pero acá no sobran: cruenta, sangrienta. Por fin el pueblo nicaragüense dejaba de ser un departamentito del Departamento de Estado de Estados Unidos. Los omnipresentes yankis de nuestra historia y la tuya. Ya no más Yes, Sir, Yes, Sir, Yes, Sir, hasta el infinito…

Pero estate clara, Tamara. Algunos siempre añorarán decir Yes, Sir. Ni modo. Hablar inglés, aunque solo sean dos palabras, los hace sentirse cool.

La Revolución fue muchas cosas: el fin del miedo y de la angustia, la campaña de alfabetización; los talleres populares de poesía (incluyendo los de la Policía y el Ejército), la dirección colectiva (para evitar aquello del mesianismo y el culto al espejo); la reforma agraria, la expropiación de tierras somocistas (más de la mitad del país); el divorcio unilateral; las cooperativas; las organizaciones populares ,que al fin se sentían oídas y a las que se les daba resolución a sus demandas.

Autodeterminación: me gusta esa palabra. Lamentablemente también significó la defensa de la Revolución, pues a solo días del triunfo, los de la Casa Blanca y el Departamento de Estado iniciaron su mal llamada «guerra de baja intensidad» contra Nicaragua. También estaban los abusos y miserias de los hombres y mujeres que hicieron, e hicimos, la Revolución. No hay tal hombre nuevo, por el momento.

Pero eso ya lo sabes. Quizás lo que no te conté antes fue lo personal. Para mí, que siempre me vanaglorie de mi individualidad, de mi diferencia, de mi unicidad, la Revolución me hizo ser parte de la colectividad; parte de algo más grande y mejor. Me sentía multitudes (que poético, ¿no?). Había este diálogo constante y crítico entre el pueblo y el pueblo, y entre el pueblo y su gobierno. Y ese sentimiento fue maravilloso, y al fin pude creer y crecer un poquito. Al fin ser nicaragüense no era una vergüenza.

¿Y qué fue lo que pasó?

No te sofoques, Tamara. Ya te voy a decir lo que pienso que pasó. Antes te cuento algunas cosas de mi Revolución. En 1984, cuando se intensificó la agresión yanki a Nicaragua, Manuel El Indio García, pintor primitivista (autónomo) pintó su versión del Infierno. En ese Infierno pintó, entre otras criaturas, al comandante de la Revolución, Bayardo Arce. Ahora probablemente los hubiera pintado a más o menos todos. En todo caso, el Indio García no fue a parar a ninguna ergástula ni le arrancaron las uñas ni lo exiliaron ni lo violaron con un AK47. No le pasó nada a su familia. No lo desaparecieron. O sea, lo que le pasó al Indio García fue que se hizo más famoso de lo que ya era. Joder.

Para la misma época, la organización de ciegos revolucionarios pidió armas para defender la Revolución. Mejor no veo, dije yo, pero que simpáticos y ciegos, los ciegos revolucionarios. Todos queríamos defender la Revolución. Donde fuera y como fuera, lo que no implica que no me pasara capeándome del servicio militar los diez años de la Revolución. No quería que me mataran y no quería matar a nadie. Ni a los contras ni a sus asesores yankis ni a nadie. En 1985, fui «emulado», vaya palabreja, por mi trabajo en los Talleres Populares de Cultura. Mi reconocimiento fueron las obras completas (como 100 volúmenes en pasta dura, que, me imagino, no hallarían dónde meter) del Gran Líder Camarada y Sol Naciente Kim Il Sung. Te cuento también que la vigilancia revolucionaria en Cultura era la más divertida de todas: nada de viceministros golpeándote en la cabeza. No, aquello era más bien un happening de los sesenta. Los únicos petardos que nos disparamos eran de maracafufa. Y eso que por la lucha en la frontera norte, las mejores cepas de cannabis se estropearon para siempre.

Está haciendo frio en Estelí ahora, Tamara. “Mucho más allá de mi ventana”, Elena, quien te manda saludos y mil besos como siempre, está sonando por milésima vez “Como esperando abril”. Yo prefiero Porno para Ricardo, como sabes. Acá, el coma sigue comiendo.

Pero basta de mi revolución, Tamara. Aunque no, mejor no. Te cuento una cosita más. En Julio del 79, pocos días antes del triunfo revolucionario, Carlos Amaya, que era mi mejor amigo, disparó un RP-G7 contra el comando de la guardia somocista en la ciudad de León. Siempre tuvo puntería, el Carlos. Siempre. Y esa vez fue igual. El cuartel de los esbirros quedó hecho añicos. Carlos, en un gesto homérico, se levantó de la barricada donde estaba y gritó: Patria Libre o Morir. Es decir, quiso gritar Patria Libre o Morir. Pero lo único que pudo gritar fue Patria Libre o…, pues uno de los guardias del cuartel seguía vivo y, con una 50 lo partió en dos. Dos Carlos. Ni uno de ellos vivo.  Sacrificio del Cordero. Amén.

¿Murió en vano Carlos Amaya? ¿Fue otro tonto inútil? ¿Otro joven iluso que agarró la vara? ¿Otro pendejo que luchó para que los que olvidaron el plan histórico se volvieran millonarios teñidos de rojo y rodeados de sicofantes con solo la retórica de izquierda como huella de lo que un día fue?

Muchos piensan que sí fue en vano. Que se hubiera graduado. Después de todo, era el mejor de la facultad. Que tenía un gran futuro. Pero, yo, Tamara, pienso que no. Un NO bien grandote. Pienso, y sé, que murió por ese «Gran Futuro» para los 6 millones de nicaragüenses. Vendrá.

Pero se hace tarde, Tamara. Elena al fin dejó en paz a Silvio. Es cierto que hizo una canción para Nicaragua, pero, por favor. A mí me llega más la de Viglietti. El sombrero en alto de Sandino. ¿Me sentís? Para terminar de escribirte esta carta voy a ir al tornamesa y voy a poner el acetato de Coltrane de A Love Supreme que tanto te gustaba. La intensidad desatada lo llena todo. Es como las revoluciones. Ya.

Ahora sí te contesto que pasó y por qué. Es decir, te receto mi narrativa, como se dice ahora. Si no te gusta, hay muchas más. Del hombre nuevo al hambre nueva. ¿Cómo? ¿Por qué? Para 1987, los yankis y su comandante en jefe Ronald Reagan («I’m a Contra too») tenían ahorcada económica y militarmente a la Revolución. No nos daban una sola posibilidad: Minado de puertos, guerra de la Contra en ambas fronteras, 70% del presupuesto dedicado a la defensa, servicio militar obligatorio, madres viendo morir a sus hijos, viudas, huérfanos, colas para todo: el pan, el azúcar, los frijoles, el arroz, los benditos cigarros. ¿Te suena familiar? Hicieron lo de siempre: aplastar con saña lo que no les gustaba, porque en “su” traspatio empezaba a funcionar algo distinto a la propaganda del American fucking way of life. Algo de los nicaragüenses. Algo nuestro. Había que asfixiar la Revolución y lo hicieron con gusto.

Los 17 años de gobiernos neoliberales que siguieron mejor ni te los menciono. Qué asco. Ni la bendición que vino a darles el santo Papa los salvará.

La metamorfosis sufrida por la vanguardia a partir de la perdida de la Revolución en las urnas no tiene nada que envidiarle a Ovidio. Quizás el envidioso sería Ovidio, realmente. Una transformación tan radical hubiese impresionado al poeta romano. De libertadores a opresores.  De «guardianes de la alegría del pueblo», a causantes del dolor del pueblo. De hombres y mujeres del pueblo, a empresarios y banqueros. De la dirección colectiva, al Comandante Zekeda. De ofrecer la sangre propia en sacrifico, a sacrificar la sangre del pueblo. La rabia, ¡coño! Paciencia, paciencia.

En fin, Tamara, todos saben lo que pasó. Hasta los de la otra narrativa. Hasta la izquierda latinoamericana que quiere seguir creyendo en los Mesías de la Tribu. O sea: The dream is over, what can I say, como dice John Lennon, bronceado y sin sus gafas, desde una banca en La Habana.

Perdón por no usar lenguaje inclusivo. Quizás la próxima.

Prometo contarte de los giros, y acerca de la hiedra y el musguito.

Saludos tres veces a Elegguá.

Te quiero siempre, pero eso también ya lo sabes.

Ignacio Nacho Montenegro

@redcsur