
Lucía Melgar y Susana Lerner
Los debates actuales en torno al aborto en México se desarrollan, desafortunadamente, bajo el embate de grupos conservadores y de tipo confesional, que se oponen al ejercicio del derecho de las mujeres a decidir sobre su maternidad, en nombre de la “vida” del cigoto-embrión al que consideran “persona” mucho antes de haber nacido. Los argumentos de estos grupos anti-derechos[i] se derivan todos básicamente de esta creencia, que les lleva a anteponer supuestos derechos del cigoto-embrión a los de las mujeres, y a ignorar o pisotear los derechos humanos de éstas, incluyendo el derecho a la salud.
El derecho a la salud es un tema prácticamente ausente del discurso conservador. Esto se debe, en parte, a su estrecho concepto de lo que es la salud y el derecho a la salud y, en parte, a que suelen torcer los resultados de estudios científicos para “demostrar” que el aborto (en cualquier caso) provoca “trastornos mentales” y traumas, con lo que sesgan el debate hacia la “salud mental” en una visión reductora de ésta. En cambio, ignoran el impacto del embarazo no deseado y no planeado en la salud física y psicológica de mujeres y niñas obligadas a llevarlo a término.
En este contexto, en un artículo previo que se retoma aquí,[ii] argumentamos a favor del reconocimiento del derecho a la salud de las mujeres como una consideración básica que sustenta la necesidad y legitimidad de la despenalización del aborto. Con base principalmente en un análisis previo de los argumentos expuestos en 2008 ante la Suprema Corte de Justicia de la Nación a raíz de las controversias constitucionales contra la despenalización del aborto en el Distrito Federal[iii], expondremos algunos contrastes entre los argumentos de quienes reconocen que el acceso al aborto legal y seguro forma parte del derecho a la salud, y quienes lo niegan. Como se verá, los planteamientos de los grupos anti-derechos pasan por alto muchos aspectos de la condición de las mujeres de carne y hueso y distorsionan o dejan de lado principios científicos y legales.
La importancia de los conceptos y el impacto de la prohibición del aborto legal y seguro
Cuando se refieren al aborto, los grupos anti-derechos suelen omitir una distinción crucial: la diferencia entre aborto clandestino e inseguro y aborto legal y seguro. Esta confusión, voluntaria e intencional, les permite atribuir toda clase de males al “aborto” sin tomar en cuenta que mientras que en el primero conlleva fuertes riesgos; en el segundo, éstos son mínimos. Por ello es importante subrayar que cuando se habla de despenalizar el aborto, se hace referencia al aborto legal y seguro. Así mismo, el derecho al aborto remite al acceso a un aborto legal y seguro que, como prueban rigurosa y científicamente estudios internacionales, disminuye la morbi-mortalidad materna, a la que, en cambio, se exponen las mujeres que recurren a un aborto clandestino e inseguro.
Los efectos negativos de la prohibición o restricción del acceso al aborto legal y seguro en la salud pueden observarse en las estadísticas internacionales que demuestran que la penalización del aborto aumenta los riesgos para la salud de las mujeres. También son contundentes en los casos de mujeres embarazadas, cuya vida y salud estaban en peligro y a quienes se obligó a continuar con el embarazo. Un ejemplo conocido es el de “Beatriz”, a quien la Corte Suprema salvadoreña negó en 2013 la posibilidad de aborto terapéutico aun cuando ella tenía lupus, prolongar el embarazo ponía en peligro su vida, y el feto era anencefálico (Dalton, 2013)[iv]. Otro ejemplo es “Amalia, a quien se le negó el tratamiento contra el cáncer que necesitaba porque estaba embarazada y tampoco podía acceder al aborto terapéutico, penalizado en Nicaragua desde fines del 2006[v].
En México, aunque el marco legal contempla diversas causales que varían según los estados, en particular por violación o cuando peligran la vida y la salud de la mujer, persisten prácticas que muestran un gran desprecio por el derecho a la salud de las mujeres. Un caso emblemático es el de Martha Patricia Martínez, que fue presentado ante la Suprema Corte de Justicia de la Nación y ésta no consideró “importante y trascendente” (2016), aun cuando en él se acumulaban violaciones a los derechos humanos.
En diciembre de 2015, la joven veracruzana acudió al IMSS por fuertes dolores de estómago. Ahí le diagnosticaron gastritis y le recetaron un tratamiento, que siguió. Unas semanas después, volvió para una revisión y en ese momento tuvo un aborto espontáneo. El personal médico llamó entonces al ministerio público y acusó a Patricia de haberse provocado el aborto. Ella, sin embargo, no sabía que estaba embarazada. Según el testimonio que ella misma dio en 2016 en un foro en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, el personal médico y el de justicia la humillaron y maltrataron. Entre otras agresiones, la obligaron a hacerle un entierro al que llamaban “su bebé” y la condenaron a someterse a “medidas educativas y de salud”, establecidas en el Código penal de Veracruz como castigo por el delito de aborto (art. 150, 2009), con lo cual se patologiza la decisión de abortar y se busca imponer una visión de la maternidad como obligación. Además se castiga con cárcel a la mujer que reincide o se niega a someterse al “tratamiento”.
Patricia buscó asesoría legal y, gracias a la asociación civil Las Libres de Guanajuato y al apoyo legal del Centro de Investigación y Docencia Económica (CIDE), denunció al personal médico negligente y a las autoridades judiciales que atentaron contra sus derechos humanos. Uno de los argumentos legales en su defensa es que la ley no se puede usar para “reeducar”; otro, que no se puede condenar a nadie por la negligencia de otros.
Cabe subrayar que en este caso dos instancias que estaban obligadas a proteger la salud y la integridad de Patricia, hicieron justo lo contrario. El personal médico no reconoció su negligencia, ni la violación a la intimidad de la paciente y al secreto profesional que cometía al recurrir al ministerio público. A su vez, las autoridades judiciales incurrieron en violaciones al proceso y, sobre todo, aplicaron una ley que conlleva una desigualdad básica: mientras que en la Ciudad de México las mujeres pueden acceder a un aborto legal y seguro hasta las 12 semanas de gestación, en Veracruz se pretende convencerlas de que no querer tener un hijo – en cualquier circunstancia- es una desviación, e incluso se les castiga por abortos espontáneos, como en el caso de Patricia[vi].
Es lógico por tanto que se haya solicitado la alerta de violencia de género por “agravio comparado”[vii] para ese estado y que el grupo de trabajo que analizó dicha solicitud haya recomendado en 2017 que el Congreso veracruzano legisle para despenalizar el aborto hasta las 12 semanas, como en la Ciudad de México.
La resistencia de las autoridades y la presión del clero veracruzanos han impedido, sin embargo, esta reforma. El Congreso no sólo se negó a legislar, ya declarada la AVG, sino que, después de que organizaciones sociales ganaron dos amparos en julio de este año 2018, para obligarlo a legislar (interpuestos por “omisión legislativa”), optó por recurrir a una solicitud de revisión de amparo que llevará el caso ante la SCJN. Sería deseable que ésta corrija el error que cometió al desestimar el caso de Patricia y discuta el fondo del asunto que no es sólo si se puede obligar o no a un congreso local a reformar una ley[viii], sino si ese congreso tiene derecho a imponer criterios confesionales que violan la laicidad del Estado y si se puede seguir excluyendo a las mujeres del derecho a la salud mediante códigos y reformas constitucionales restrictivos.
La experiencia narrada por Patricia no es única, aunque su fortaleza y determinación para que se le haga justicia son excepcionales. Sabemos de otras mujeres a las que se les niega el aborto legal, incluso en casos de violación, pese a que es la única causa por la que se permite la ILE en todo el país, y de niñas también violadas, cuya vida y salud, física y mental, se pone así en riesgo y se impone una forma de tortura. Estas leyes punitivas, lo mismo que la omisión, negligencia o complicidad de la profesión médica, atentan contra la salud y el derecho a la salud de las mexicanas. Cabe destacar que, según datos de la organización Las Libres, de Guanajuato, desde 2001 casi cuatro mil mujeres han sido criminalizadas por haber abortado, acusadas de “homicidio agravado en razón de parentesco” y muchas condenadas, por ende, a 20 o 30 años de prisión (Fregoso, 2018).

Salud y salud pública
La salud no es sólo ausencia de enfermedad. La Organización Mundial de la Salud (OMS) la ha definido como “un estado completo de bienestar físico, mental y social y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades” (OMS, 1948, p. 84). A lo cual se añade que la salud “es el grado en que un individuo o un grupo puede, por un lado, llevar a cabo sus aspiraciones, satisfacer sus necesidades y, por el otro, cambiar el ambiente o relacionarse adecuadamente con él” (OMS, 1986).
Como advierte Jadad (2012), bajo el concepto tradicional de salud como “un estado completo de bienestar físico, mental y social”, nadie podría ser saludable, pues “cualquier malestar afectaría ese bienestar”. Propone, por eso, considerar la salud como “la capacidad de las personas o de las comunidades para adaptarse a o para auto-gestionar los desafíos físicos, mentales o sociales que se le presentan en la vida”. Desde este concepto alternativo, las mujeres que recurren al aborto ante un embarazo no deseado, estarían optando por enfrentar esos desafíos. En el marco del debate acerca de la despenalización, importa entonces preguntar por las condiciones en que las mujeres desarrollan esa capacidad para recurrir al aborto cuando un embarazo no deseado afecta su vida y bienestar.
Como han planteado Lerner y Szasz (2003), bajo el paraguas de salud reproductiva no sólo se incorporan componentes directamente relacionados con el comportamiento sexual y reproductivo, tales como la práctica anticonceptiva, la esterilidad, el embarazo, parto y cáncer cérvico-uterino y de mama, entre otros. Además deben subrayarse las dimensiones relacionadas con los derechos humanos, en particular con los derechos sexuales y reproductivos, con la autonomía sexual y reproductiva de las mujeres y los hombres, las igualdades y equidades sociales y de género, y con las condiciones de acceso y calidad de los servicios de salud que garanticen el ejercicio de estos derechos.
Cuando se habla de salud pública, no cabe limitarse a la provisión de servicios de salud. Es necesario, en cambio, tomar en cuenta la dimensión pública de la salud y los aspectos físico, mental y social de ésta. Como plantea López Cervantes (1997), este concepto más amplio implica ir más allá del diseño y operación de programas de vigilancia y control y de una práctica administrativa acartonada y obsoleta de los servicios para adecuar los sistemas de salud a las necesidades de la población, reconociendo las ventajas y limitaciones de las intervenciones y ofreciendo servicios bajo criterios de equidad, efectividad y eficiencia.
Por otra parte, como ha planteado Didier Fassin (2005) en el caso de Francia, a diferencia de la medicina, que se orienta a tratar enfermedades y curar a los individuos, el principal objetivo de la salud pública debe ser preservar y promover la salud de una sociedad en el marco de las acciones públicas, de las políticas de salud, donde lo público es un bien común, entendido como la organización de vivir en conjunto en torno a valores compartidos y también con normas contradictorias y conflictivas. Desde esta perspectiva, la salud pública es una forma de gestión de la política de la salud, que busca dar a las personas las condiciones necesarias para hacerse responsables y controlar su propia salud, y los medios para mejorarla, para satisfacer sus necesidades y llevar a cabo sus proyectos de vida.
En lo que se refiere a la terminación del embarazo, situarla en el contexto del derecho a la salud y como asunto de salud pública implica entonces plantearla como un derecho humano que debe ser garantizado por el Estado. Implica también tomar en cuenta su dimensión social, además de la individual, y subrayar la necesidad de que existan condiciones reales que permitan el ejercicio de los derechos sexuales y reproductivos, sin presiones como las que imponen los marcos legales restrictivos o la estigmatización social. Para ello deben tomarse en cuenta las desigualdades sociales que impiden, por ejemplo, que las mujeres con menos recursos puedan acceder a un aborto seguro porque viven bajo marcos legales restrictivos o porque personal de salud negligente les niega este acceso, sin tomar en cuenta las causales legales.
Afirmar entonces que el aborto es un problema de salud pública es reivindicar el derecho a un aborto legal y seguro para todas las mujeres, que debe complementarse con un amplio acceso a la información necesaria para prevenir embarazos no deseados y no planeados. Asimismo, es necesario subrayar que el Estado -y la sociedad- tiene la obligación de garantizar tanto el acceso al aborto seguro como a la educación sexual y los métodos anticonceptivos, y cabría añadir, de contrarrestar la estigmatización social del aborto promovida por sectores conservadores, y la Iglesia católica en particular.
Derecho a la salud versus defensa del cigoto
En la revisión que hicimos en el libro Realidades y falacias en torno al aborto, acerca de los argumentos presentados en 2008 ante la Suprema Corte de Justicia por personas y grupos a favor y en contra de la despenalización del aborto en la Ciudad de México, notamos una clara diferencia entre los primeros y los segundos. Éstos, como adelantamos, prácticamente no hablaron de salud ni reconocieron este derecho. Menos aún consideraron el sentido amplio de “salud pública”. En gran medida esto se debe a que ven la salud como un asunto privado, como si sólo el individuo tuviera responsabilidad sobre su salud (lo que implicaría que cada quien tuviera toda la información necesaria para decidir y el medio ambiente, las carencias y demás factores “externos”, no tuvieran impacto alguno). Entre los primeros grupos, en cambio, sí se argumentó desde el derecho a la salud y desde un concepto de salud pública que implica una responsabilidad social y estatal. Vale la pena contrastar algunos de estos argumentos para ilustrar los términos de la discusión y señalar las limitaciones de la visión conservadora que, como veremos, no toma en cuenta la experiencia de las mujeres.
En lo que se refiere, por ejemplo, al derecho a la salud, quienes apoyaban la despenalización del aborto plantearon que, en el marco de un Estado laico, el reconocimiento de las mujeres como sujetos de derecho y del acceso al aborto como un derecho, implica garantizar derechos como “la libertad […] e incluso la vida” (MCM en Lerner, Guillaume, Melgar, 2016, p. 277)[ix]. Varios ponentes destacaron que penalizar el aborto transgrede el principio de igualdad pues discrimina a las mujeres de bajos recursos que, según una voz pro derechos, “no pueden pagar abortos ilegales caros y bien practicados” (GDC en Lerner et al., 2016, p. 279).
Los opositores a la despenalización en cambio, no sólo negaron que el acceso al aborto es un derecho sino que acusaron al gobierno del Distrito Federal de promoverlo como “método anticonceptivo” (Lerner et al., p. 293), y adujeron que su despenalización demostraba el “fracaso de los métodos de planificación familiar y de la educación sexual” (Lerner et al., 2016, p. 294), al mismo tiempo que afirmaban que ésta promovía un ejercicio temprano de la sexualidad.
Este tipo de argumentos son contradictorios y erróneos pero corresponden a una visión negativa de la sexualidad y de la educación sexual, que suele manifestarse cada vez que se debate el derecho al aborto legal. Los conservadores rechazan las campañas de educación sexual, como si ésta no impartiera conocimientos científicos acerca del cuerpo y la sexualidad para promover prácticas responsables sino, por el contrario, incitara a la exploración de la sexualidad. A la vez afirman que permitir el aborto es promoverlo, lo cual es una falacia pues ni el gobierno ni quienes apoyan la despenalización han planteado en modo alguno que éste sea o se establezca como medio para controlar la natalidad.
Como señalaron diversas voces que defendieron la despenalización y en palabras de una de ellas, “cuando el acceso a interrumpir un embarazo se ofrece junto con servicios de anticoncepción y educación sexual preventiva, se logra disminuir, a mediano plazo, la tasa de abortos inducidos” (Lerner et al., 2016, p. 287). La educación sexual, además, busca fomentar “la maternidad y paternidad responsables, en el pleno ejercicio de los derechos reproductivos de las personas” (Lerner et al., 2016, p. 288).
En contraste, los voceros anti-derechos reiteraron que el derecho de las mujeres a la libre elección de la maternidad no se puede anteponer al “derecho a la vida” del cigoto-embrión. El predominio de éste se deriva de un concepto de la vida humana que no distingue entre las distintas etapas de la gestación y se sintetiza en el argumento principal de este grupo: la llamada “defensa de la vida”. La vida que aquí se defiende es la del cigoto-embrión, e incluso la del conjunto de células que se unen en la fecundación, con lo cual se rechaza el aborto en cualquier etapa tachándolo de “asesinato”. Este argumento, recurrente, volvió a esgrimirse en las discusiones acerca de la Constitución de la Ciudad de México en enero de 2017 y ha sido enarbolado por voceros de la organización anti-derechos Frente Nacional por la Familia que organizó manifestaciones públicas en 2017 a las que asistieron no sólo representantes del clero católico y cristiano sino también algunos funcionarios estatales, pese a que así violaban el artículo 40 constitucional.
Además de estos argumentos conocidos y que hoy siguen usando, los voceros conservadores (en su mayoría, hombres), demostraron hace ya diez años un escaso conocimiento del sentido de la salud pública o expusieron una visión neoliberal de la salud que básicamente excluye lo público o lo mide en términos monetarios. Así por ejemplo, plantearon que el Estado que permite y garantiza el aborto es “paternalista” pues exime de sus obligaciones al hombre y la mujer, sin explicar si se referían a la prevención del embarazo (lo cual se opone al rechazo conservador de la educación sexual y de los métodos anticonceptivos modernos) o a alguna supuesta obligación de paternidad o maternidad para hombres y mujeres. Afirmaron también que, en vez de destinar recursos a los derechos sexuales y reproductivos, se deberían invertir en mejorar las instalaciones, como si esto bastara para mejorar la salud. También pasaron por alto los costos económicos y sociales que representan las secuelas de abortos inseguros, para las mujeres y para los propios hospitales públicos (Lerner et al., 2016, pp.261-272).
En contraste, quienes apoyaban la despenalización destacaron los efectos nocivos de la estigmatización, criminalización y maltrato a las mujeres que abortan. Condenaron la victimización que esto supone, señalaron los efectos perniciosos de la culpa que pretenden imponerles preceptos de corte confesional o de rechazo social, y subrayaron la revictimización que implica perseguir legalmente a mujeres y niñas por ejercer el derecho a la autonomía y la elección libre de la maternidad. También insistieron en las consecuencias negativas de la penalización del aborto, como los riesgos que conlleva el aborto clandestino e inseguro para la salud y la vida de las mujeres, y los efectos negativos de la falta de acceso real a una educación sexual científica y laica y a métodos anticonceptivos modernos. Estas deficiencias afectan sobre todo la vida y la salud de adolescentes y mujeres que viven en condiciones de marginalidad y pobreza y sobre todo obstruyen el derecho de toda mujer a decidir “el número y espaciamiento de los hijos” que garantiza el artículo 4to. constitucional (Lerner et al., 2016, pp. 257-260).
En el marco de la discusión sobre salud y salud pública, otro argumento para limitar los derechos de las mujeres, enunciado entonces y que hoy se sigue difundiendo con ahínco, es el derecho a la objeción de conciencia de médicos y enfermeras (que algunos amplían a todo el personal hospitalario) . Tras la reforma de 2007, la Ley de Salud del D.F. estipula que se respeta ese derecho de médicos y enfermeras en lo individual pero que las instituciones de salud deben garantizar que haya personal suficiente para llevar a cabo los procedimientos de aborto, puesto que a ellas corresponde la obligación de ofrecerlos.

No obstante la claridad de la Ley, los voceros anti-derechos acusaron al gobierno de no respetar la objeción de conciencia, “violentándose su derecho a negarse a ello [el aborto] por razones de conciencia, so pena de ser sancionando administrativamente por la ley de la materia”, como afirmara EMM (Lerner, Guillaume, Melgar, 2016, p. 299), lo cual es falso. Para defender esta posición también interpretaron en sentido estrecho el juramento hipocrático, planteando que el médico debe curar y no matar y que “nadie estudia medicina para dedicarse a los abortos” en palabras de MPCM (Lerner, Guillaume, Melgar, 2016, p. 299), afirmación evidente que, sin embargo, no excluye que pueda practicarlos si es necesario. Aunque este juramento se ha interpretado de manera diversa a lo largo del tiempo, por ejemplo desde la bioética, la interpretación conservadora reduce su sentido porque equipara el aborto con un asesinato. De nuevo, esto remite a la ausencia de distinción entre cigoto-embrión, feto, y nacido/a, confusión mediante la cual atribuyen la condición de persona (nacida viva) y sus derechos al producto desde la fecundación o la concepción.
A diez años de esta discusión, la objeción de conciencia se ha ampliado en la Ley General de Salud, ya que en diciembre de 2017 el congreso federal aprobó una reforma promovida por el Partido Encuentro Social, de base evangélica, para garantizar este “derecho” al personal médico, incluyendo el de enfermería. El que este partido se haya aliado con Morena, partido que ganó ampliamente las elecciones del 1ero de julio, y que vaya a tener más de 40 escaños en el próximo congreso augura una fuerte batalla por los derechos de las mujeres, en particular los derechos sexuales y reproductivos, en los próximos años.[x]
Es significativo que en el contexto médico, los defensores de la objeción de conciencia no se preocuparan, ni se preocupen, por la violación de la intimidad de la paciente y del secreto profesional que lleva a cabo el personal médico cuando rompe la confidencialidad para denunciar a las mujeres que acuden a las instituciones de salud a consecuencia de abortos clandestinos o incluso por abortos espontáneos, como en el caso de Patricia en Veracruz. Esta falta de interés por la ética, se prolonga en reiterados llamados al ejercicio de la objeción de conciencia entre el personal médico e incluso del personal más amplio de los hospitales, por parte de grupos conservadores o religiosos.
La visión anti-derechos pasa por alto la experiencia y las condiciones de vida de las mujeres, las consecuencias de un embarazo no deseado, los costos de los abortos inseguros y de la muerte materna bajo marcos restrictivos, así como la manipulación de la objeción de conciencia que reduce el acceso al aborto seguro en los hospitales públicos y pone en cuestión la ética médica, sobre todo cuando hay personal médico que se niega a practicar abortos en éstos pero los lleva a cabo en clínicas privadas a altos costos. Por ello llama la atención el énfasis que los voceros anti-derechos ponen en las mujeres cuando apelan a supuestos efectos nocivos del aborto (legal o ilegal) en la salud mental de éstas.
La salud mental y el “síndrome post-aborto”
Los usos y abusos de la ciencia sobre la salud mental en el discurso anti-derechos incluyen numerosas referencias a estudios limitados, muchas veces sesgados, o cuyas conclusiones en realidad no corresponden a las que sus intérpretes les atribuyen. Así, por ejemplo, aluden como autoridad a estudios que no toman en cuenta la salud mental previa de las mujeres, ni sus condiciones de vida, ni la violencia de género que han podido sufrir antes, ni desde luego el impacto que puede tener en su vida y su salud emocional el embarazo no deseado o no intencional y el dar a luz y tener que criar a un hijo o hija más.
Al aborto (sin especificar su tipo) le atribuyen depresión, mayor consumo de alcohol y drogas, y hablan de un “síndrome post-aborto” que reúne síntomas como depresión, insomnio, ataques de pánico, pesadillas, etc., que se atreven a atribuir a la OMS ( Lerner et al., 2016, p. 308). De hecho no hay correlación directa en los estudios científicos entre el aborto legal y seguro y la depresión o una mayor tendencia a las adicciones. En cambio, se puede plantear que la estigmatización del aborto y, sobre todo, el someterse a los riesgos que implica el aborto clandestino e inseguro afectan a las mujeres, quienes pueden sentir culpa, miedo, y desde luego sufrir un trauma por la situación en que llevan a cabo el aborto.
Por otra parte, el “síndrome post-aborto” es una falacia y atribuirlo a la OMS una falsedad ya que ésta habla de estrés post-traumático después de cualquier intervención quirúrgica, no sólo en el caso del aborto. La Asociación Psiquiátrica Americana (APA) tampoco valida dicho síndrome.
Además de torcer los estudios científicos para arroparse en la autoridad de la ciencia, con este tipo de argumentos los voceros anti-derechos configuran a las mujeres que deciden abortar a la vez como criminales en potencia y como menores de edad a las que habría que tutelar. Se les considera culpables por recurrir al aborto y, en consecuencia, se les advierte, que pagarán esa culpa con traumas, depresión y/o adicciones. Junto con esa lógica que las criminaliza, apegada al concepto de pecado que ha de expiarse, se despliega un razonamiento paternalista según el cual las mujeres que recurren al aborto no saben lo que hacen o no conocen sus riesgos (que ellos exageran). Por ello, pretenden advertirles las consecuencias, negativas siempre, de llevarlo a cabo en cualquier circunstancia y cualesquiera que sean sus motivos. Ambos razonamientos sitúan a las mujeres en una posición de subordinación y les niegan la capacidad de decidir lo que es mejor para ellas en un momento determinado, negación que, paradójicamente, va de la mano con el rechazo a crear condiciones de aborto seguras con la despenalización de éste.
Desde esta perspectiva, la defensa del derecho al aborto legal y seguro también es importante para contribuir a la salud mental de las mujeres puesto que les permite 1) no llevar a término un embarazo no deseado, y no someterse a lo que equivale a tortura, sobre todo en casos de incesto o violación, 2) no tener un hijo o hija no deseado, que en muchos casos puede agravar una situación económica precaria o una situación familiar y social violenta o difícil, 3) sentirse capaces de tomar decisiones, 4) ejercer así su derecho a la autonomía y al libre desarrollo de la personalidad, entre otros hechos que reducen el trauma o las dificultades que puede acarrear una decisión difícil en una familia o una sociedad en que se estigmatiza o criminaliza el aborto.
Hay que añadir en este sentido que, si el aborto es una decisión difícil y a veces traumática, no se debe sólo a restricciones legales sino también al peso de la tradición que exalta la maternidad o la presenta como destino de la mujer, a los prejuicios sociales contra quienes abortan o no tienen hijos, al maltrato del personal médico, y desde luego, bajo marcos restrictivos, al riesgo que implica recurrir a un procedimiento clandestino, inseguro, costoso, llevado a cabo en condiciones anti-higiénicas y con frecuencia por individuos insensibles y hasta crueles o abusadores. El aborto es “un último recurso” pero no tiene por qué, como tal, ser una experiencia dolorosa y traumática.
Actualmente está en curso una novedosa investigación sobre salud mental y aborto en el Instituto Nacional de Psiquiatría, el primero en su tipo en México. La investigadora principal, Luciana Ramos Lira, ha dado a conocer algunos hallazgos iniciales que demuestran que, lejos de trastornar a las mujeres, cuando es legal, el aborto contribuye a su bienestar (60.5% estaba muy segura de haber tomado la mejor decisión) y que lo que afecta negativamente a las mujeres, incluso en ese caso, es el estigma social así como haber tenido una historia previa de problemas de salud mental (Bonilla, 2018).
Como hemos expuesto a través de los argumentos anti-derechos del 2008 analizados, que prevalecen una década después, la equiparación del cigoto-embrión con el nacido vivo y su encumbramiento como “persona”, que le atribuye todos los derechos, empezando por un incuestionable derecho a la vida, invisibilizan -para ignorarlos y justificar su negación- los derechos, la salud y hasta la propia existencia de la mujer, por no hablar de su experiencia. Esta visión del no nacido y de las mujeres no sólo obstruye el ejercicio del derecho a la salud de éstas; contribuye también a construir o perpetuar una imagen y un concepto de ellas y de la maternidad que incide de manera negativa en el imaginario social y favorece las prácticas paternalistas o violentas en el personal de salud y de justicia.
La mujer-receptáculo y la “autonomía” del embrión
La falta de conciencia crítica y de solidaridad ante la marginalidad y la pobreza de miles de mujeres que tienen que recurrir a abortos inseguros o ante el sufrimiento físico y mental de niñas y mujeres víctimas de violación o incesto a quienes se niega el derecho, garantizado por la ley[xi], a terminar su embarazo, es sólo uno de los factores que explican el rechazo conservador a la despenalización. Éste se justifica, como se ha dicho, a partir de la afirmación de que el cigoto-embrión es vida humana plena y “persona”, dogma sin base científica, que se encuadra además en una visión patriarcal que disminuye a la mujer al grado de la cosificación y la negación.
Así sea brevemente, vale la pena detenerse en algunas intervenciones de voceros anti-derechos que llaman la atención por las imágenes del cigoto-embrión y de la mujer que construyen.[xii] Estas imágenes visuales corresponden conceptualmente a una separación de la mujer embarazada y del cigoto-embrión-feto que llega hasta atribuirle a éste independencia y autonomía. Así, por ejemplo, hay quien alude a la fecundación in vitro y a la maternidad subrogada para afirmar que el embrión “también tiene independencia” e incluso que “es quien elabora su propio hábitat y manipula hormonalmente el organismo materno para suspender la menstruación y comenzar la gravidez” (Lerner et al., 2016, p. 350). La atribución de este poder desmesurado sería risible si no supusiera la disminución y subordinación de la mujer y no fuera un despropósito en términos científicos.
Pese a su absurdo, este tipo de imágenes sirven para independizar conceptual y visualmente al cigoto-embrión del cuerpo de la madre que, según convenga, se proyecta como receptáculo sujeto a los caprichos de aquél, como contenedor útil pero desechable, o como hábitat necesario que la mujer debe cuidar so pena de culpa moral o criminal. Así por ejemplo, en el debate del 2008 se comparó el útero con “la cápsula espacial” de la que el embrión (como el astronauta) se podía desprender, aunque a la vez estuviera “bajo la protección de la madre” (Lerner et al., 2016, pp. 176-177).
Estos argumentos tienden sobre todo a oponerse a la ponderación de derechos o a descalificar la despenalización del aborto en general, pero pertenecen también al arsenal con que se niega que el aborto legal y seguro forme parte integrante del derecho a la salud de las mujeres. Si el cigoto-embrión-feto es un ser autónomo y la mujer se reduce a un receptáculo, se justifica que, para salvar la vida del embrión-feto, se deseche lo que se concibe como envase intercambiable. Se pretenden justificar también prácticas anti-éticas como negar el aborto y el tratamiento médico a una mujer con cáncer o mantenerla “en vida” vegetativa aunque se le haya declarado muerte cerebral, con tal de sostener el “hábitat” del feto, como sucedió en Irlanda.[xiii] Estas prácticas, vigentes en diversos países, anteponen la “obligación de salvar la vida” del no nacido al derecho de las mujeres a la salud y a una vida digna, y en los hechos atentan contra ellas.
Aun en casos menos extremos, esta misma imagen de independencia y autonomía, revestida incluso de omnipotencia patriarcal, busca equiparar la calidad humana y de “persona” del cigoto-embrión-feto y de la mujer, de modo que ésta no pueda decidir sobre su cuerpo ya que la “vida” de ese ser “autónomo” se antepone a su derecho a la libertad y la autonomía. Esta lógica puede llegar al extremo de afirmar, como dijera un vocero anti-derechos, que, así como “la mujer no puede disponer del cuerpo de su hermano”, tampoco puede “disponer” de “su hijo” (Lerner et al., 2016, p. 349), aberrante comparación que ilustra la falta de lógica y racionalidad a que pueden llevar los argumentos lineales, autoritarios y desde luego misóginos.
Defender el aborto como derecho a la salud
¿Qué podemos proponer a partir de la revisión de los argumentos en torno al aborto y el derecho a la salud presentados en 2008 y la persistencia de un discurso conservador misógino diez años después, no sólo en México sino también en los países latinoamericanos en que las mujeres hoy luchan por ampliar sus derechos? ¿Qué medidas integrales se pueden plantear?
En primer término, importa subrayar que la preservación de la laicidad en el Estado, las leyes y la educación, es condición fundamental para garantizar los derechos de las mujeres y en particular su derecho a la salud, su salud sexual y reproductiva, física, mental y social, en la letra y en la práctica. Sin educación sexual y sin acceso a los anticonceptivos, aumenta la incidencia de embarazos no deseados y, por ende, la de abortos inseguros. El peso de la religión en países como Chile o Argentina ha frenado los avances de las luchas de las mujeres. México, que desde mediados del siglo XIX rompió formalmente con la subordinación del Estado a la iglesia, católica está viviendo regresiones que amenazan la autonomía de las mujeres y la laicidad de las políticas públicas.
Es preciso también retomar y destacar la experiencia de las mujeres, en su diversidad: para cualquier mujer es difícil enfrentar un embarazo no deseado y el dilema de terminarlo o continuarlo. Para las mujeres de escasos recursos, con menos libertades; para las menores embarazadas por incesto, ignorancia o falta de prevención; para las mujeres violadas, con parejas irresponsables o violentas o familias conservadoras, optar por el aborto es más difícil y doloroso o traumático si no hay un acceso efectivo a un procedimiento seguro y legal, gratuito o accesible para todas.
Prohibir o limitar el aborto y seguir criminalizándolo o estigmatizándolo, sólo aumenta los riesgos de muerte materna, de trastornos en la salud física y mental. El aborto inseguro es un problema de salud pública que afecta a millones de mujeres en el mundo y como tal debe enfrentarse en México y en América Latina.
Desde la salud pública, el Estado tiene por tanto la obligación de garantizar no sólo el aborto legal y seguro sino también los medios para prevenirlo: educación sexual laica y científica, métodos anticonceptivos modernos e información adecuada para saber usarlos. Y más allá, una política educativa y de salud que busque disminuir las desigualdades sociales y la desigualdad de género.

Bibliografía
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Hemerografía consultada
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Notas:
[i] Les llamamos anti-derechos por su oposición a los derechos de las mujeres, en particular los derechos sexuales y reproductivos. Llamarlos “pro-vida” implica dejar que se apropien del sentido del “derecho a la vida”, limitado por ellos a la vida del cigoto-embrión.
[ii] La mayor parte de este texto retoma literalmente el de un artículo colaborativo anterior (Aborto legal y derecho a la salud) en que participó también Agnes Guillaume. Para esta publicación se actualizaron datos y ampliamos algunos temas, por ello este texto es sólo nuestra responsabilidad.
[iii] Para un análisis más amplio de estos argumentos, véase nuestro libro Realidades y falacias en torno al aborto: salud y derechos humanos (El Colegio de México, IRD, 2016), en que se basa este texto.
[iv] Tras una cesárea, el feto murió.
[v] Este caso llegó a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos que determinó que se le otorgaran medidas cautelares a “Amalia” y que el Estado nicaragüense debía darle acceso al tratamiento que necesitaba ( Aguiluz, 2010)
[vi] Hay que añadir que, pese al escándalo que provocó el caso de Patricia, el Congreso veracruzano aprobó en agosto de 2016 una iniciativa de ley del gobernador para incluir en la Constitución estatal “la protección de la vida desde la concepción” y castigar el aborto con 15 años de cárcel. Ésta se promulgó ante jerarcas de diversas religiones, lo que atentó doblemente contra la laicidad del Estado, consagrada en el artículo 40 de la Constitución mexicana (El Dictamen, s/f, 4 agosto 2016).
[vii] La alerta de violencia de género es una medida urgente que puede solicitar una ONG o una institución como la comisión de derechos humanos para que desde el gobierno federal se analice un aumento de la violencia feminicida o, cuando se pide por agravio comparado, una situación en que las mujeres de una localidad, en este caso Veracruz, tengan menos derechos que las mujeres de otros lugares. Esta figura está inscrita en la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia (2007).
[viii] México es una república federal y uno de los argumentos para declarar constitucional la despenalización del aborto en 2008 fue que el congreso capitalino tenía facultades para legislar sobre asuntos de salud.
[ix] Las citas de argumentos planteados provienen de Realidades y falacias (2016) que, a su vez, las toma de los libros La vida ante la Corte (2008), donde se reunieron ponencias contra la despenalización del aborto, y Despenalización del aborto en la Ciudad de México (2008) donde se reunieron ponencias y otros textos a favor de la despenalización. Las iniciales corresponden a los de cada ponente tal como aparecen en nuestro libro.
[x] La futura ministra de Gobernación (interior), Olga Sánchez Cordero, ha declarado que es necesario despenalizar el aborto en todo el país, pero habrá que ver si representa una corriente significativa en el nuevo gobierno. Lo más probable es que las organizaciones de mujeres tengan que movilizarse como lo han hecho antes.
[xi] La causal de aborto por violación es la única vigente en todos los estados del país. Sin embargo todavía se niega a muchas mujeres y niñas, incluso en casos de incesto y abuso sexual infantil donde la víctima tiene 9 o 10 años y el embarazo pone en innegable peligro su vida y su salud. El caso Paulina de 2000, a partir del cual se establece la Norma Oficial Mexicana sobre violencia familiar, sexual y contra las mujeres (NOM-046), es sólo un ejemplo de la negación de derechos que padecen niñas y mujeres que demandan un aborto legal.
[xii] La investigadora Emanuela Borzacchiello ha señalado y analizado la importancia de la representación visual del embrión que han permitido los ultrasonidos.
[xiii] En Irlanda existía una cláusula constitucional que establecía la protección de la vida desde la concepción. Esto resultó en prácticas médicas guiadas por el temor a infringir la ley y no por el bienestar de sus pacientes. Una nota sobre el caso de esta mujer con muerte cerebral a quien se mantuvo en vida contra la voluntad de su familia, puede leerse en Whyte, 2014. Afortunadamente, el referéndum sobre el aborto, ganado en mayo de este año 2018 por una mayoría pro-derechos (66.4%), ha transformado la situación legal de las irlandesas ante el aborto (véase de Freytas-Tamura, 2018).